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Ejercicios de los tres finalistas de la II Olimpiada Filosófica de Canarias en la modalidad de Disertación Filosófica




Diana Vega Rodríguez

                Para empezar, no podemos negar que somos seres humanos naturales y culturales, y presentamos características tanto codificadas genéticamente como aprendidas en el entorno. Ahora bien,  existe un debate contemporáneo en el que se enfrentan aquellos que defienden el paradigma culturalista, afirmando que el ser humano ha de ser estudiado desde las ciencias sociales y que posee unos caracteres que diferencian su comportamiento del de los animales, y aquellos que defienden el paradigma naturalista, considerando al hombre objeto de estudio de ciencias naturales e identificando sus cualidades con las del resto de los animales.

                Es entonces cuando se nos plantea la pregunta “¿Qué es lo que define al ser humano en mayor medida: la naturaleza con la que llega al mundo o la cultura con la que se encuentra al crecer?”.

                Si volvemos la vista atrás en el tiempo es fácil reconocer todos los progresos que ha logrado el hombre a lo largo de la historia, desde el descubrimiento del fuego hasta las manifestaciones artísticas actuales más extravagantes y originales. Además, de esta manera, innovando y creando, es como el ser humano ha logrado establecer un equilibrio en la sociedad, en otras palabras, el hombre ha creado cultura a partir de su capacidad natural.

                Sin embargo, pese a ser un debate entre dos conceptos tan bien definidos, estoy convencida de que existe un término medio que muchas veces olvidamos, y no es otro que la imaginación, la ficción de todo aquello que el hombre ha deseado ser a lo largo del tiempo frente a la naturaleza con la que ha sido dotado. Como diría el escritor Vargas Llosa: <<La ficción nos hace sensibles a las carencias vitales, nos hace sentir insatisfechos en comparación con aquello que albergamos en la mente; así, proyectándose en nuestra conducta, nos hace agentes de cambio>>. Así pues, es innegable que los hombres y mujeres de la prehistoria fueran agentes de cambio cuando decidieron crear utensilios y herramientas para hacer la supervivencia más fácil, que los grupos de obreros destruían las fábricas y el capital industrial con el fin de obtener mejores derechos laborales o que Martin Luther King tuviera un sueño y lo compartiera con todos, porque todos ellos pusieron en marcha su capacidad ficticia y llevaron a la realidad aquello que deseaban.

                Otra postura que bien podría encontrarse entre nuestros dos términos de debate es la necesidad de adaptación; tal y como decía Marvin Harris en su antropología cultural: “Las manifestaciones culturales no son más que distintas adaptaciones al medio que nos rodea con los que el ser humano se siente más completo”. No obstante, creo que a la hora de crear cultura, el ser humano actúa movido por el deseo más que por la necesidad, aunque esto ha ido cambiando a medida que el hombre ha visto sus necesidades más cubiertas, es decir, no existe el mismo tipo de ficción en la mente de un hombre o mujer actual que pueda comer, beber y vivir confortablemente en una vivienda, que en la de otro u otra hace cinco o seis siglos, con escasez de derechos para los ciudadanos, falta de víveres, poco desarrollo de la higiene, etc. Es en este último caso cuando la capacidad imaginativa de hombres y mujeres entra en juego y da lugar a cambios en la sociedad y, paulatinamente, a una cultura global; y si atendemos bien, nos daremos cuenta de que el mundo tiene un patrón: aterrizamos en un estadio de aparente armonía social e individual y creemos que nos encontramos ya prácticamente en la cúspide del bienestar, hasta que aparece un individuo, con una capacidad de ver más allá de lo que los ojos le muestran y hace ver que aún quedan demasiados logros por realizar para sentirnos tan dichosos.

                En efecto, la ficción con que nos dota la naturaleza y con la que podemos formar civilización, ha existido y existirá siempre en el hombre, pero con una importancia distinta. A día de hoy, la ficción toma caminos cada vez menos arraigados a la naturaleza, de los cuales depende menos la supervivencia y el bienestar del individuo; con poco que observemos, advertiremos que la ficción actual se ocupa de maquillar nuestras necesidades e instintos básicos, creando así aparentes necesidades secundarias, que son en realidad adornos y ornamentaciones. Esto ocurre por ejemplo en la cocina o el sexo: hemos convertido la necesidad de alimentación en cocina creativa, y el instinto primario de la reproducción, en erotismo o pornografía.

                La cultura es algo completamente positivo y, aunque muchas veces nos estructura tanto que mina nuestra capacidad imaginativa, es el punto donde convergen todas las ficciones hechas realidad que han ido construyendo el mundo. Además, la civilización nos permite materializar lo imaginado más fácilmente, como escribir una historia, inventar aparatos novedosos o plasmar en cuadros imágenes de lo más artísticas; así pues, en lugar de decir que la cultura hace que el ser humano sea lo que es, prefiero decir que ayuda y encamina a las personas a que sean lo que quieren ser, puesto que afirmar que la cultura nos conforma no me parece acertado, más que nada porque esta es una consecuencia, un producto de la miscelánea entre naturaleza y ficción que nos abre el camino hacia ella.

                El ser humano es, en resumen, un ser dotado con capacidades naturales que le han permitido, gracias a la labor ficticia de otros, desarrollarse en torno a una cultura, que lo estructura y condiciona en gran medida, pero también lo empuja a desarrollar sus ideas en proporción a sus necesidades y deseos; por ello, no es descabellado afirmar que mientras más cultura nos rodea, menos necesidades vamos a desarrollar y, en consecuencia, menos ficción vamos a ostentar.

                En conclusión, decir que el hombre, tan complejo y tan enigmático, es una cosa u otra, es demasiado arriesgado, por lo que conviene introducir el término de la “ficción”, como un conector entre la naturaleza de la que disponemos y la cultura que creamos con ella, como un puente invisible que une fantasía y realidad.

                Como siempre me gusta decir cuando debatimos sobre este tema: <<La cultura sin naturaleza no sería posible; la naturaleza sin cultura sería como un cargamento lleno de víveres que no pudiera llegar a ningún lugar ni alimentar a nadie. La naturaleza, la ficción y la cultura unidas es la capacidad de transportarlo, la idea o deseo de hacerlo llegar a un lugar necesitado y dicha acción en sí misma es la única combinación posible>>.



Yurena Bajo de Vera

                Todos creemos saber lo que es un ser humano, pero… ¿sabemos por qué éste es como es y actúa de la manera en que lo hace? ¿Está predeterminado genéticamente el comportamiento de cada individuo? ¿O, por el contrario, es la sociedad en la que vive y los valores en los que crece los que modelan su carácter y guían sus acciones? Algunas corrientes pecan de extremismo al decir que el ser humano es reducible a mera biología, o que éste es simplemente cultural. Pero es absurdo pensar que somos sólo biología o únicamente cultura: somos ambas cosas, una aleación inextricable de ambos factores, y ninguno de los dos puede obviarse.

                En el extremo que defiende que es la biología lo que nos define, encontramos la rama de la Biología evolutiva llamada Sociobiología. Ésta dice que todo lo que nos hace ser como somos depende únicamente de procesos biológicos. Por ejemplo, las actitudes, comportamientos y sentimientos que experimentamos serían fruto de la evolución: aquellos comportamientos útiles para la supervivencia de la especia prevalecerían, mientras que los inútiles o perjudiciales irían desapareciendo. El egoísmo o el altruismo pudieron haber ayudado a un individuo o colectivo humano a sobrevivir en determinadas ocasiones, y es por eso que estas actitudes aún se encuentran a día de hoy.

                En el extremo opuesto, algunos hermeneutas y antropólogos ven al hombre como un conjunto de conocimientos, valores y formas de vida adquiridas por medio del aprendizaje; como seres únicamente culturales.

                También existen posturas paralelas como la de Sartre, que rezan que el hombre no está atado ni a la naturaleza ni a la cultura, que somos y hacemos lo que queremos; pero, en mi opinión, ésta es una teoría algo utópica y voluntarista, pues estamos modelados por muchos más aspectos que sólo nuestra propia voluntad.

                Es lógico pensar que gran parte de nosotros se debe a la biología, puesto que respondemos a instintos naturales y necesidades básicas: si tenemos sed, bebemos; si tenemos miedo, nuestro pulso se acelera. Está demostrado que sensaciones y emociones más complejas son también debidas a conexiones neuronales, hormonas, y reacciones químicas de nuestro organismo. Además, está claro que sin una unidad biológica como nuestro cuerpo no podríamos considerarnos humanos. Con esto vemos que somos, sin duda, seres naturales, pues hacemos lo que nos es propio como especie y nos vemos influenciados por la naturaleza. ¿Pero qué hay de las veces en las que, debido a la cultura, actuamos contra natura? Como por ejemplo aquellas personas que practican el ramadán, y por motivos culturales dejan de comer a pesar de que tengan hambre, ignorando así sus instintos naturales. ¿Quiere decir esto que, a la hora de definirnos, prima la cultura por encima de la naturaleza?

                Si entendemos la cultura como el conjunto de hábitos, conocimientos, técnicas y modos de vida adquiridos por medio del aprendizaje, no sólo por imitación -como los animales-, sino también por medio del lenguaje, nos daremos cuenta de que ésta es una característica exclusiva del ser humano, y por tanto importantísima para definir qué somos. Podríamos incluso afirmar, tal y como lo hicieron el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss y los filósofos Blaise Pascal y Spinoza, que la cultura es la segunda naturaleza del hombre. ¿Pero cómo diferenciar, pues, lo cultural de lo genuinamente natural? Lo que diferencia a la cultura de la naturaleza es que ésta última es innata y, en cambio, la cultura es adquirida por medio del aprendizaje como he mencionado antes. El lenguaje, por ejemplo, una de las características culturales más importantes del ser humano, es adquirido, pues no nacemos sabiendo hablar. En cambio, tiritar cuando se tiene frío o sudar cuando se tiene calor es algo biológico expresado en los genes y  que no se aprende; es innato.

                Hemos visto que tanto naturaleza como cultura son importantes para ser como somos. ¿Habrá acaso alguna más importante que la otra? ¿Somos seres más culturales que naturales o más naturales que culturales? Para ver qué es lo que prima en nosotros, pongamos algunos ejemplos de aspectos cotidianos como la felicidad, la orientación sexual o las enfermedades y veamos qué es lo que los influye:

                La felicidad está claramente ligada a la cultura: según la sociedad en la que vivimos, o los valores que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida, necesitamos unas u otras cosas para ser felices. Así encontramos que alguien en el primer mundo necesita más bienes materiales para considerarse feliz que alguien del tercer mundo, porque culturalmente se le ha enseñado eso. Pero la felicidad no podría existir sin la biología, pues sin determinadas hormonas y sustancias, como la serotonina, no podríamos experimentar esta sensación.

                Según el científico y genetista Dean Hamer, la orientación sexual viene marcada genéticamente, y es por tanto debido a la naturaleza. ¿Pero entonces cómo se explica que en la Antigua Grecia la homosexualidad fuera algo común y muy usual, y que más tarde el número de homosexuales se redujera? Probablemente a esto subyace un hecho cultural: a los niños se les enseñaría desde pequeños que la homosexualidad era algo incorrecto y ellos así lo creerían. Esto, unido a la falta de aceptación social, haría que muchos homosexuales actuaran contra su naturaleza creyéndose heterosexuales. Así se explicaría la disminución de esta orientación sexual tras el fin de la Antigua Grecia.

                Si hablamos de enfermedades, lo más lógico es decantarse por decir que son causadas por la naturaleza. Y en gran medida así es, pero existen también enfermedades y trastornos mentales causados por hechos culturales como, por ejemplo, la anorexia o la bulimia.

                Concluyamos con el ejemplo de los niños salvajes, personas que pasaron su infancia, lejos de cualquier sociedad, en bosques o selvas. Sin un estímulo cultural, estas personas no habían desarrollado en muchos casos el habla o incluso el bipedismo, aunque estuvieran biológicamente preparados para ello con un esqueleto, un cerebro y un aparato fonador adecuado. Lejos de la cultura, el hombre se comportaba como cualquier otro animal.

                Tras estos ejemplos vemos cómo naturaleza y cultura son ambas necesarias, y en muchos casos una complementa a la otra. Incluso comprobamos en el último ejemplo que son dependientes la una de la otra. Sin naturaleza no hay cultura y viceversa.

                Con todo esto podemos responder a la pregunta inicial: ¿Qué nos hace ser lo que somos? Pues bien, tanto naturaleza como cultura nos influencian de igual manera. Somos una aleación inextricable, un tapiz en el que, a veces, es difícil distinguir los hilos de un color u otro. La naturaleza y la cultura se complementan y dependen la una de la otra para hacernos como somos: naturales por una parte, pues respondemos a nuestros impulsos y necesidades naturales; pero también culturales, hasta el punto en el que podemos decir que la cultura es nuestra según da naturaleza.




Miguel Ángel García Herrera

                     —Yo sé quien soy —dijo Don Quijote—, y qué puedo llegar a ser.

                La pregunta por nuestra existencia y nuestro objetivo en el Universo se nos plantea como fundamental en la historia de la humanidad. Algunos buscan la respuesta en la introspección, en el cielo, en la historia, en los átomos… Sin embargo, todas las visiones y búsquedas presentan algo en común: para llegar a conocer nuestro objetivo, debemos primero descubrir las causas de nuestro ser, id est, qué nos hace ser lo que somos. Y se nos presentan, sobre todo en el ámbito de la filosofía, dos aspectos principales: la naturaleza y la cultura.

                Ya en la Antigua Grecia Anaxágoras diría <<Somos inteligentes, porque tenemos manos>>, mientras que Sócrates y Aristóteles concederían tal papel a la razón y la moral. Ulteriormente, Descartes se definiría como <<una cosa que piensa y carece de extensión>> mientras que la sociedad industrializada nos vería como máquinas de producción. Esta discusión se ha encandecido en el último siglo, donde la Sociobiología ha encontrado un apoyo en la genética con el que intentar reducir la cultura a un nivel biológico, mientras que la antropología cultural trata de establecer la cultura como nuestra principal característica. Además de esto, la cuestión que nos concierne trasciende la elucubración, pues se nos presenta como esencial para definir nuestro sistema judicial o la educación, pues, ¿debemos juzgar y educar a las personas como seres libres y responsables de sus actos o como animales determinados?

                En esta disertación abordaremos la relación entre naturaleza y cultura, así como la forma en que éstas nos hacen ser lo que somos. Todo esto lo haremos bajo la premisa de que somos seres complejos, y nuestra tesis principal será demostrar cómo la cultura es una propiedad emergente de la naturaleza, y cómo ambas desarrollan una retroacción recíproca.

                En primer lugar, tanto el aislacionismo cultural desarrollado por Taylor y Sahlins, como el reduccionismo biológico defendido por Wilson y Lumsden en Sociobiología, presentan una visión común: la reducción de la cultura a los aspectos comportamentales y cognitivos, es decir, al logos. No obstante, notamos que se está ignorando el aspecto objetivo de la cultura, pues únicamente  el subjetivo está siendo considerado. En su Discurso, Descartes metaforizaría a la metafísica como las raíces del árbol, y la ciencia tecnológica como  las ramas de las que recogen los frutos. Esto se nos asemeja a lo que ocurre con la cultura: aunque las raíces puedan parecer subjetivas el árbol crece objetivamente, y la tecnología es prueba de ello.

                Empero, varios filósofos argumentarán que tanto la tecnología como el logos no guarden relación con la naturaleza, como un Ortega que definirá la técnica como únicamente humana, como aspecto que nos diferencia de los animales. Sin embargo, aunque la relación entre tecnología y nuestra naturaleza, por ejemplo, nuestra morfología, sea embozada por la complejidad de nuestra técnica, nuestra cultura y naturaleza no se han desligado: desde el hacha de sílex pasando por los cubiertos hasta el volante y el teclado, están adaptados y dependen de nuestra morfología. Asimismo, tanto la escritura como la energía nuclear se orientan a la satisfacción de nuestras necesidades de comunicación y energía. ¿Ocurre lo mismo con el logos?

                Durante los 1.5 millones de años que el Homo habilis tardó en evolucionar al Homo erectus, su capacidad craneal y morfología cambiaron notablemente, mas aunque el erectus tenía una masa cerebral mucho mayor, su tecnología no era más avanzada. ¿Cómo podemos explicar esto? 

                El antropólogo Marvin Harris nos presenta unos estudios sorprendentes, según los cuales la masa cerebral del erectus podría haberse visto beneficiada por la selección natural, no por la inteligencia, sino para correr. Durante las largas carreras a pleno sol el erectus dañaba muchas células cerebrales, y el hecho de tener respuestas era beneficioso. Esto ilustra cómo nuestros aspectos más superiores, como el logos, pueden tener su origen en lo más basal. Otro ejemplo abrumador es el del lenguaje. Al tener las manos ocupadas en cualquier tarea, nuestro homínido no tendría libre el canal manual para comunicarse por signos, pero sí tendría libre un canal mucho más útil, el del aire, el de los sonidos, pues servía tanto realizando tareas como en la oscuridad. De esta forma, los homínidos comenzaron a hacer sonidos, lo que fomentó la ejercitación y desarrollo de la tráquea. Esto a su vez nos proporcionó la capacidad de pronunciar las vocales cerradas; e, i, u; únicamente plausibles en la tráquea humana. De nuevo, esto nos ilustra la retroacción recíproca que naturaleza y cultura han desarrollado y siguen desarrollando.

                Entonces, ¿es la cultura reducible a aspectos naturales? En el siglo XX el zoólogo Konrad Lorenz propone su teoría del Mecanismo Innato de Desencadenamiento (M. I. D.) con el que explica cómo la técnica animal es innata en cada especia. A partir de entonces, muchos biólogos han tratado de reducir la técnica humana, su relación con el medio a términos biológicos. En El Animal Cultural, Carlos París resumirá las premisas de la Sociobiología en lo que él llamará Paradigma Básico de la Técnica Animal (P.B.T.A.).

                En el P.B.T.A. la técnica se define como, primero, característica y uniforme dentro de cada especie. No obstante, ya en las comunidades de insectos sociales, vemos desbaratada esta premisa, pues las hormigas, por ejemplo, se dividen en papeles de soldado, obrero, etc. En segundo lugar, se presenta el comportamiento como algo determinado, innato en los genes y no modificable por la experiencia. Por supuesto esta premisa es insostenible, pues tanto la educación como el aprendizaje experimental nos muestran que la técnica se transmite de forma epigenética, que no es innata, sino que se adquiere. Como tercera premisa nos aparece la dependencia de nuestra morfología, cuando la tecnología es algo totalmente extrasomático, una extensión de nuestro cuerpo, aunque, como hemos mostrado, la relación sigue presente. Finalmente se establece que la técnica humana se orienta a la satisfacción de las necesidades que aseguran la supervivencia del individuo y de la especie. Y es aquí donde encontramos un punto decisivo. La especie humana ya no está sujeta al imperativo procreador. Por una parte, seguimos poseyendo un apetito sexual, más las técnicas de interrupción de fecundación (anticonceptivos, desde la antigua “marcha atrás” hasta los modernos condones) y de la gestación (aborto) han desligado nuestro apetito sexual de la reproducción y es por ello que <<la técnica humana no se orienta a la supervivencia, sino al bienestar>>, y como ejemplos del desligue entre nuestra técnica y la supervivencia notamos la guerra nuclear, el <<ecocidio>>, esto es, la destrucción del planeta e incluso el suicidio, que Camus coronaría como “el único problema filosófico verdaderamente serio” en El mito de Sísifo.

                No somos naturaleza sino historia, afirmaba Ortega, lo que nos plantea, ¿Tienen naturaleza y cultura una historia común?

                En nuestra opinión sí, verbigracia la bipedestación nos brindará la liberación de las manos, así como una amplia visión que será la raíz de nuestra observación y de la admiración artística. De igual manera, nuestro nacimiento inmaduro causará que nuestro cerebro se desarrolle en un mundo marcado por la influencia sociocultural, clave de por qué poseemos la cultura de que los animales carecen: ellos vienen al mundo con un cerebro prácticamente desarrollado al completo, mientras que el nuestro se desarrolla bajo la influencia de nuestra condición natural, social e histórica.

                Por último  abordaremos una cuestión definitiva en cuanto a qué nos hace ser lo que somos: la libertad. 

                El determinismo biológico constata que estamos determinados desde antes de nacer, pero ya hemos ilustrado la equivocación de esta creencia. Sin embargo, ¿cómo explicar entonces la diferencia entre hombres y mujeres?

                En India ha existido siempre un sistema de cultivo basado en el arado tirado por bueyes, lo que exige gran fuerza y resistencia, para las cuales el hombre está biológicamente mejor dotado. Por otra parte, en Indonesia el cultivo de arroz no presenta diferencias significativas en cuanto a fuerza, simplemente complejidad técnica para la cual hombres y mujeres están igualmente capacitados. Hoy en día la diferencia entre India, un país mayoritariamente machista donde los casos de violaciones múltiples anunciadas en la televisión cada semana me quitan el aliento, e Indonesia, un país mucho más igualitario, es abrumadora.

                Como conclusión a esta situación, las condiciones biológicas no nos determinan, sino que es la evolución conjunta con la cultura la que nos convierte en lo que somos. Esto ilustra cómo la cultura es una propiedad emergente de la naturaleza, es decir, surge de ésta, pero representa más que la suma de sus partes. Entonces, aunque la naturaleza no nos determine, ¿no termina la cultura de hacerlo? Creemos que no, y explicaremos por qué.

                Como constataba Erich Fromm, <<hemos sido expulsados del paraíso>> a lo que él denominaría <<la situación humana>>. Carecemos de la irresponsabilidad animal, o de aquella presente en la niñez que tanto añoramos. El mundo no es un río de cuya corriente originada por la cultura y la naturaleza no podemos escapar. Al contrario, nuestra vida es, como Heidegger denominaba, un <<caminar por el mundo>>, o un <<proyectil que debe elegir su destino>>, metaforizaba Ortega. Somos y sabemos que somos, existimos como proyecto de vida, y Sartre reafirmaría a Don Quijote diciéndonos que un hombre <<no es más que aquello que él se hace>>.

                Resumiendo nuestro pensamiento como cultura y naturaleza tiene una evolución conjunta y una retroacción recíproca, y la propia cultura es una propiedad emergente de la naturaleza.

                En este texto, y en cada texto, las letras son el substrato físico-químico básico, aquello que compone el texto en sus raíces. La condición de estar vivo origina las palabras, que surgen de las letras como más que la suma de sus caracteres individuales. Además, la cultura nos dará una sintaxis, una manera de organizar las palabras para que éstas adquieran de nuevo un sentido complejo e irreducible, así como en la realidad la cultura surge de la propia naturaleza.

                Empero, los humanos no somos como el resto de animales, hay algo que nos diferencia y es que hemos dejado de formar parte de ese texto, hemos salido de e´l para convertirnos en sus lectores y, más aún, en sus escritores. 

                Esto nos recuerda incluso a la existencia y la esencia de que Sartre hablaba, siendo la mente que lee por sus ojos la existencia, y la mente que con su mano proyecta su propio texto, la esencia. Y añadimos: ni la esencia es antes de la existencia, como afirman los deterministas, ni la existencia es antes que la esencia, como defienden los existencialistas. Leemos lo que escribimos a la vez que lo escribimos, la esencia y la existencia son a la vez. Existimos a la vez que proyectamos, sabemos que somos, nuestra naturaleza y nuestra cultura viven, conviven y se relacionan: esto nos hace ser lo que somos.


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